viernes, 19 de noviembre de 2010

El tiempo para un gato- Historia

Es un día normal en la vida normal de un gato normal. No hay un tiempo específico, podría ser invierno, verano, o primavera, pero se está templado en la casa. Para leer la historia, imagináos que sois vosotros quienes la contáis y vivís. La disfrutaréis más. Empiezo...
Me despierto a las seis de la mañana. Un regustillo amargo a acetona permanece en mi boca desde no sé cuando, y mis ojos están empañados de sueño.
Me levanto con pereza, relajado, del sofá donde me asenté durante la noche.
Estiro mis agarrotados músculos tras el sueñecito nocturno, y me dirigo hacia la cocina para intentar beber agua.
Pero mis amos no se han levantado y, como todas las mañanas antes de que la cambien, el agua tiene un saborcillo algo extraño. No importa; mis sentidos están demasiado embotados como para que pueda notarlo y, por lo tanto, quejarme debidamente.
Araño la puerta cerrada de la habitación de mis amos, deseando despertarlos y que no lleguen tarde a trabajar. Demasiado pronto, por supuesto.
Mi rascar despierta a mi compañera felina de soledades, que viene hacia mí con cara de fastidio, y evidentes intenciones de vengarse.
Primero me persigue ella; disfruto de la adrenalina que segrega mi pequeño cuerpo. Luego le persigo yo a ella; deliciosa sensación de tener el poder. Acabamos en el suelo, arañándonos y mordiéndonos con saña, pero nada importa. Es una buena mañana.
Me arranca varios mechones de pelo y se aparta, orgullosa y altiva, mientras se lame las heridas que, por supuesto, no ha recibido.
Pero enseguida se une a mí en nuestro ritual mañanero. Siento la firme madera de la puerta bajo mis patas. Estoy hechando un pulso a muerte con ella. Lo sé. Pero de nuevo, ella queda vencedora. Ni las afiladas uñas de mi compañera ni mi fuerza han servido para enfrentarnos a su resistencia feroz. Mis amos se acercan.
Oigo el suave susurrar de sus pasos que intentan ser silenciosos, sin conseguirlo, sobre las tablas barnizadas y escurridizas del suelo. Ellos saben que les oímos, pero no es a nosotros a quienes no desean alarmar. Alguien más duerme aún.
Se sientan, cansados, en el sofá, y nos acogen a mi compañera y a mi en la calidez de sus brazos, en el hueco de su regazo moldeado, y en la dulzura de su amor tierno.
Con insistentes maullidos les instamos a recordar que no podemos comernos su amor, por lo que necesitamos la consistencia de nuestro desayuno.
Captan enseguida nuestra petición, y raudos van a servirnos nuestra lata de mousse. Está bastante jugosa, pero algo fría de la nevera. Su textura siempre me ha impresionado.
La vida de un gato es un mundo de sensaciones.
Terminamos el desayuno casi atragantándonos. O al menos yo. Mi compañera ya ha terminado y está dando vueltas en círculos para bajar la pesadez empalagosa del mousse.
Nos apresuramos a darles el perdón a nuestros amos con cavernosos pero delicados ronroneos. No conviene recordarles su mala memoria, en ese estado de embriagadez, y no deseamos que la tomen con nosotros por un maullido más alto que el otro.
Sonríen, halagados, y eso que aún no saben que eso no es lo mejor que podemos hacer.
Sentimos la caricia suave de nuestros amos. Siguen pensando que somos frágiles como muñecas de porcelana, sólo por poseer su misma delicadeza, pese a que nuestro cuerpo es fuerte, y nuestra mente más aún. Tal vez eso sea algo de lo que deberíamos estar orgullosos. Tal vez.
El otro ocupante de la casa despierta, y nos permite usar su regazo como cojín.
La hora feliz finaliza. Nuestros amos se van. La soledad nos invade. De pronto, nos sentimos histéricos. Corremos veloces como rayos de un lado para otro, haciendo zigzag, sin un camino a seguir, sin un destino al que alcanzar. Esas pequeñas cosas inexplicables nos dan vida.
Agotados, nos echamos en el suelo, apretando nuestras peludas mejillas contra la madera muerta. De repente, un calambrazo recorre nuestra columna vertebral, en un débil intento por recuperar el movimiento, pero es demasiado tarde. Estamos hundidos en la apatía. De nuevo.
Tenemos consciencia de que la exquisita sensación de nuestra carrera aleatoria no se desvanecerá, pero sí la energía momentánea que nos ha proporcionado. Una pena.
A media tarde vamos juntos a comer el sequísimo pienso que nuestros amos nos colocan diligentemente en nuestros platos de plástico. Una tromba de sabores entra en mí. No estoy preparado para soportar tal cantidad de matices en un alimento muerto como es el pienso. Huyo, jadeante, a beber de la fresca agua que nuestros amos se preocuparon de cambiar antes de marchar. El agua acaricia mi paladar, y desaparece la angustia de la sequedad.
Y así pasamos más de la mitad del día, corriendo y dejando de correr, experimentando el placer de los cambios del pienso, y dormitando de vez en cuando. Nada que sea imprescindible realizar. Pero sabemos que son cosas que nuestros amos nunca llegarán a apreciar, y nos apiadamos de ellos. Sólo nosotros sabemos cuán infelices son en realidad.
El sol se apoya sobre el horizonte, cansado, pero sin querer desaparecer entre las nubes oscuras.
Así es como llegan nuestros amos. Llevándose el trabajo a casa, como siempre. Soles reacios a perderse por los cielos.
Los incitamos a descansar con insistentes golpecitos de hocico. Hay que cuidar a los amos. No deben ponerse enfermos, ni llorar mucho, ni reír demasiado. Deben ser felices, o al menos, creer que lo son. Eso, nosotros lo sabemos mejor que nadie.
Ceden finalmente a nuestra dedicación, mirándonos con reproche mal fingido, porque todos sabemos lo mucho que desean descansar en realidad.
Se relajan en el sofá, entrecerrando los ojos, pero sin llegar a dormir, observando por el rabillo del ojo un programa en el que una presentadora anoréxica, de voz chillona, y teñida de rubio aguado explica las maldades e injusticias del mundo en el que vivimos. ¿Para qué? Nos preguntamos. Si no van a hacer nada por evitarlo. Es mejor no sufrir por algo tan nimio.
Es duro, pero es así. Así piensan los gatos. Algunos lo llaman mentalidad simple. ¡Pobres!
Oimos lamentos no muy lejanos, y nos acercamos a investigar. Nuestra diminuta amita llora, estremeciendo su frágil y delgado cuerpecillo. Nosotros no queremos verla llorar.
Nos acercamos y saboreamos el sabor salado de sus lágrimas, delciosas pero tristes. Un manjar exquisito, pero lleno de agonía, que se basa en dolor de ese que te produce el corazón, y no la piel.
Mi compañera y yo sólo queremos compartir su tristeza estremecedora, pero ella nos agarra y nos abraza con fuerza. Soportamos, inmunes, su canto a la agonía, pero al fin nos convence de que no sufre en vano, y lloramos con ella, dándole a nuestros largos maullidos el toque de desesperanza que expresan sus lágrimas.
Deja de llorar al poco, nos sonríe con tristeza, y desaparece por la puerta. Para entonces, nosotros estamos más que empapados. Vuelve nuestra frágil amita, y nos envuelve en cálidas mantitas. Nos lleva en brazos a los dos hasta el sofá, donde nos deja, tras plantarnos un beso firme en nuestras mejillas.
Tras un rato en el que no se oyen más que los chirriantes sonidos del colchón, el breve silencio es reemplazado por el tierno canto fantasmal de su acompasada respiración. Nuestros amos no pueden disfrutarlo, a la vez que no vivieron su descorazonado dolor.
Adolescencia, dicen. No entienden nada.
Cuando sus delgados párpados empiezan a cerrarse de verdad, decidimos que ya es hora de mandarlos a la cama. Es tarde.
Les empujamos hasta la puerta de su habitación, donde suspiran intensamente. Básicamente, se dejan caer en la cama, y cierran por completo los ojos, guardando su mirada para otra ocasión.
En ese mismo momento, el sol se rinde también, y cae.
Mi compañera y yo nos acomodamos, listos para una larga ronda de dormitar, despertar, dormitar, despertar, carreras...
Varias horas después, corremos tan rápido, juntos, que el suelo se desvanece bajo nuestros pies, y nuestras uñas apenas hacen ruido al engancharse en las tablas.
Echamos un vistazo a nuestros amos, no vaya a ser que hayamos interrumpido su sueño, pero sigue tan profundo y regular como siempre.
Nos tumbamos de nuevo en el sofá, y dirigo la mirada a mi compañera dormida. Me fijo en la delicadeza de sus facciones y caigo en la cuenta de que se parece mucho a la felina que le bufa cada mañana frente a esa puerta de cristal incoloro y extraño. Dirigo mi mirada, esta vez, a la ventana. Observo el cielo oscuro. No hay estrellas aún. Sólo la estrella Polar brilla con su fulgor habitual en todo lo alto. La silueta de los edificios se recorta en el horizonte. La luna brilla también, pálida y hermosa, con su frígida belleza y su tenue luz cristalina, y me pregunto a que enamorados amparará esta noche la oscuridad.
Con estos pensamientos me duermo por primera vez en la noche, tal vez por última, hasta que a la mañana siguiente me despierte el sol, con su luz amarillenta.
Sé que ese día ha sido otro más en esa ristra de semanas, meses y años, todos enlazados, que dure mi vida, pero no sé por qué, siento que ha sido el día más especial de mi vida.
Y presiento, con una diminuta sonrisa de felicidad, que lo mismo ocurrirá con el siguiente, y el siguinte, y el siguiente...
Infravaloramos la vida de un gato. No es sólo comer y dormir. Es sentir. Y ellos saben que cada día será mejor. Recordad: los gatos perdonan pero no olvidan. Jamás.

No hay comentarios:

Publicar un comentario